La literatura mexicana del siglo xix fue, durante décadas, una de las menos comprendidas y estudiadas en el ámbito académico. Pareciera que la mirada suspicaz con que la crítica postrevolucionaria la evaluó, a la luz de su breve vínculo con el Porfiriato, caló hondo en quienes redactaron las historias de la literatura que nutrieron los planes y los programas de estudios para los niveles medio superior y superior hacia la segunda mitad del siglo xx. A una valoración prejuiciosa y, por ende, carente de rigor, se sumó un conocimiento parcial del corpus. De ahí que, por ejemplo, se afirmara, sin pruebas de por medio, la inexistencia de escritoras o el absoluto predominio cuantitativo y cualitativo de la poesía sobre la prosa o la ausencia de textos de temática religiosa tras la caída del Segundo Imperio y el arribo de la república laica. Para las postrimerías de la vigésima centuria y los albores de la actual quedó una revisión más rigurosa de la dramaturgia, la ensayística, la narrativa y la poesía decimonónicas. Incluso es reciente el interés en el examen de las publicaciones periódicas, la folletería y las expresiones textuales de carácter privado, antaño consideradas marginales, como las llamadas «escrituras del yo» (cartas, diarios y memorias). En suma, poco a poco se dio cauce a una sugerencia pionera de José Luis Martínez (La expresión nacional. Letras mexicanas del siglo xix, 1955): primero había que llevar a cabo una labor arqueológica en archivos públicos y privados para rescatar textos desatendidos, y después sería menester analizarlos y situarlos en el marco amplio de la literatura mexicana.