Dos instancias asisten, probablemente, a la urdidumbre de la palabra poética en este libro: la ausencia como germen de lo perdido y la analogía de los nombres del mundo. Con ellas, Eduardo Hidalgo construye una escala más de un sistema poético al que le corresponde todos los nombres y ninguno, un aquí y ahora, remoto a la vez, tan vivo, como la muerte viva de todas las voces.
En este mapa polivalente de comuniones y adversidades, el asidero espacial llamado poema comulga con el habitar furtivo y fantasmal del verbo. En su cruce, la imagen dentro de la imagen de la imagen y la sonora aparición de los seres y las cosas perfilan el universo en sí de la poesía, un poeta fuerte bloomiano, cuyas otras voces predecesoras alientan un círculo de particularidades que, trascendidas, se vuelven un juego oracular, la ambugüedad de lo paralelo, el palpo de lo inasible. A lo largo de este camino transita una voz poética, cuya incierta flama de la ilusión del vacío acaso anuncia la soledad que suena y sucede.
¿Cuál es la frontera de la lengua poética? ¿La bruma y la niebla en la que está construida? ¿El aliento que ya no está, pero parece flotar en su atmósfera? el preludio o el arpegio de un piano insospechado o ese gramo silábico que nos vuelve lluvia, sueño, ojos, noche, esa mínima riqueza que atesora el anima mundi de la poesía de Eduardo Hidalgo, el zigzag en que estamos sitiados como una eterna interrogante.
Gustavo Ruiz Pascacio