Lo que resulta fascinante de No habrá retorno es que se cruza el libro como si se atravesara el tiempo y distintos espacios geográficos. Vamos de Nueva York a los sistemas acuíferos del Valle de México, a los territorios indígenas o al de la zafra en el sur del país, para hablar de los vínculos inéditos, de la fiabilidad de la memoria, de la experiencia del amor y su forma de lastrar los sentidos, de las vidas singulares rescatadas del olvido gracias a la voluntad de una narradora excepcional que entreteje tramas y restituye, con su altísima capacidad poética, un universo agrietado por el desarraigo.
Los fragmentos de historia de la fotógrafa Marcey Jacobson cuyo pasado es tan volátil como una hermosa invención, la presencia fantasmal de Juan de la Cabada, la soledad de los proscritos atravesando esa desgarradura entre países, todos ellos dejan la impronta de sus existencias errantes, de sus escrituras insumisas. Una estupenda primera novela llena de belleza y espanto, es también un relato imposible de acotar: aquí están los mitos encajados en la violencia del presente; la indulgencia de los pequeños actos redimiendo la crueldad humana; la atmósfera política entre épocas que dejó un puñado de utopías rotas; un mundo urbano lleno de trampas conectado al escenario rural con sus verdades ocultas; el paisaje implacable imponiendo sus designios y, sobre todo, la migración: porque un cisma lingüístico y geográfico ha dejado a los personajes en esa intemperie donde el horizonte es brumoso como los sueños, tanto que, para todos ellos, ya es imposible la idea de retornar.
Nadia Villafuerte
