Yo, poeta en exilio permanente, declaro que es deber ineludible cumplir con el mandato de la voz interior que nos ordena recorrer y consignar el memorial de la esperanza y la injusticia. Los pueblos que caminan de rodillas no avanzan y, con la misma abulia social, todos marchan al encuentro de otro desencanto donado, y las muchedumbres, deshumanizadas y supersticiosas, creen más en la liberación de la muerte que en el combate diario de la existencia. Frente al paisaje deseado, el tiempo asmático se tropieza con asilos de palabras que no usaron los poetas. La extensión del silencio se transforma en un río de sentencias, versos y aforismos frente a la celebración de la luz.
El poeta, huérfano de consonantes, contempla su retrato al óleo donde predomina el amarillo de bilis. La suma de destierros teje un caos laberíntico que retarda la fiesta del amor y el litoral de lo sublime hace olvidar la redondez de la oquedad. Mientras el poeta golpea en el escritorio-yunque la forja de la palabra reveladora, la lectura del testamento nocturno cancela las visitaciones del amor. La entraña de lo absurdo dialoga a oscuras con los espejos fatigados. La musa y la masa se complementan y se anulan. La misión del juglar frente a la diversa alucinación, es la de completar el prodigio renovado de la creación.