“Me llevaron al registro civil como debe ser; en mi acta de nacimiento aparecen el nombre de mi padre y de mi madre, la que me dio a luz. Mi vecina tenía tres hermanas y todas, además de viejas, estaban muy enfermas, creo que tenían una forma grave de diabetes. Me cuidaban con desvelo. Era como si tuviera cuatro madres. Dos eran muy sordas, tenían que hablar en voz alta entre sí. Las que no eran sordas también platicaban a gritos. Yo también hablaba gritando e incluso ahora lo hago, cuando estoy muy a gusto o feliz. Cuando pienso en ellas, las confundo a unas con otras, debían tener la misma edad, usaban anteojos para leer, les gustaba ver telenovelas, vivían atiborrándome de comida. Periódicamente (¿de cuatro en cuatro años?) moría una de ellas; sin embargo, quien tiene cuatro madres sufre menos cuando una de ellas muere que quien sólo tiene una. La última murió cuando yo tenía unos dieciséis años. Fue a partir de esa edad que me volví ateo: tenía cuatro madres, unas santas, y Dios las mató a todas cuando yo todavía era un niño”.