Hermes era un hombre de estatura media, lacónico, de movimientos controlados. La piel de su rostro inescrutable era pulida y dura como el ágata, con la palidez homogénea de los muñecos. Mientras hablaba conmigo su cuerpo permanecía inmóvil, como una estatua, sólo el dedo meñique de su mano derecha daba señales de vida. Un tic nervioso que no conseguía controlar. Estábamos solos. Ada se había retirado a la habitación. ‘Quiero que me enseñes los secretos del Percor.’ ‘Es un arte difícil’, dijo Hermes. Me abrí la camisa y le mostré el abdomen. Hermes examinó la cicatriz con indiferencia. ‘Quiero vengarme.’ ‘Cómprate un revólver’, dijo Hermes apático. ‘Quiero usar un cuchillo. Se me ha convertido en una obsesión. Hace varios días que no pienso en otra cosa.’”