El infinito está poblado de recuerdos. Pasan frente al poeta como escenas de un veloz documental que condensa en breves minutos la existencia de una vida “en el reflujo del agua que regresa al horizonte”. El infinito, lo sabemos, es inasiblemente ancho y dilatado, pero cabe en la cabeza de un alfiler. En este libro el autor vislumbra el fondo trágico de la vida y su ligazón con el goce permanente de la existencia, con la profunda belleza de las palabras y de la memoria. Este binomio forma un infinito día donde todo se mantiene vital y nebuloso, ausente y visible y donde sus presencias son nítidos fantasmas de pura realidad.
“Huéspedes del tiempo, / ajados como la piel de la memoria”, Langagne punza con sus recuerdos en los nuestros, los intercambia y desliza al punto de no diferenciarlos: acto luminoso que nos lleva a recuperar la secuencia de la memoria propia, emergida del silencio con exuberante saudade llena de vitalidad. Libro de contrastes que hacen del instante lo eterno, las presencias evocadas forman la estirpe del poeta, quien extiende sus ramas para integrar, en la fronda de su memoria, voces de todas las lenguas, de todas las épocas que le han mostrado a lo largo de siglos las formas poliédricas del poema y el potencial de sus expresiones múltiples para aproximarse al hecho poético sin titubeos.
Caigamos en la tentación, dice el poeta, de que una metáfora vuelva más amable la vida de quien se enfrenta al mundo. En un diálogo con las nuevas generaciones, la vigencia y actualidad de su palabra mantiene, en su transparencia, el peso de la sencillez para declarar que en el infinito día siempre hay un inicio que marca, al mismo tiempo, el final.