La poesía es ante todo intervalos de silencios. La música que escapa del poema, una vez que la obra poética ve la luz, es ya parte de otra música. Los diamantes de la mirada, como el miedo, se pulen, más no desaparecen del todo. Pero la poesía tiene que ser antes que nada suma de notas sagradas capaces de unir el silencio y las voces que pueblan la conciencia del poeta.
Como un violín en su caja negra es, más que un instrumento musical, un territorio en el que convergen lo mismo las ciudades perdidas que las bestias que sueñan al otro lado de lo que duele. La poeta no va sola en este intenso viaje lírico renovado por el vigor de sus versos, surca las tinieblas y encuentra en la otra orilla otros seres alterados por el delirio.
Desde las altas construcciones de palabras todo parece imperfecto, incluso las historias que habitan el poema como si vivieran dentro de la corriente de un río, en el hueco de un árbol o en el ojo del huracán. Por eso el lector encontrará en estos poemas la parte del rompecabezas que le falta, no para reconstruirse, sino para volverse a perder.
Un poemario intenso. Al terminar de leerlo siento que nacen árboles de mi cabeza y que el abismo es más grande que mis interrogaciones. Definitivamente lo que hay en estos versos son fragmentos de una materia prima muy consistente: la vida. Jean Karen parece empeñada en traer al presente la grandeza de los años y los días bebidos. El pasado, que se filtra a las noches de estos poemas, pone en evidencia que el ser humano, desde la poesía o desde la vida misma es un equilibrista en la cuerda floja del aire.