No se piensa antes o en lugar de escribir. No hacen falta en realidad ni estímulos, ni señales, no existe una «condición» para asegurar o impedir que el pensamiento encuentre o se haga un sitio. Y habrá que escribir «pensamiento», entre comillas, cada oportunidad que surja de hacer alusión a un lugar. La primera exigencia es no decir algo con sentido, sortear la necesidad de hablar como saturación o simple llenado de un vacío, como exorcismo de la hoja en blanco en fórmula ya estereotipada. Lo cierto es, sin embargo, que el sueño escribe sin proyecto. Decisivo es apuntar por más que el blanco sea móvil o imaginario. Necesario es, en principio, no pensar, no decir nada, dejar de escribir: imperioso es callar, interrumpirse, pero sabiendo en cada caso cómo podría, sin poses, hacerse. Un pensamiento produce, pero por principio acoge: es pasividad a la máxima potencia. Cuanto pueda, lo podrá en esa medida. Además, su elegancia, que no su obligación, se encuentra en el borramiento o supresión de su origen, que es, por definición, humilde y polvoso. ¿Para qué sirve pensar? ¿Cuál es la utilidad de la filosofía? Preguntas típicas de tiempos indigentes.