La poesía de Carmen Berenguer es una práctica de intensidades. Ocurre dentro del mismo lenguaje, al que sustrae estas palabras, esta poesía recóndita, arrebatada y fresca, cuya verdad inmediata se nos impone como un acertijo resuelto. Su obra es el recomienzo brioso y fecundo de una reiterada apuesta por el poder mayor de las palabras: el rehacer siempre los contratos de la comunicación.
Su escritura documenta el nomadismo de este fin de siglo. Reinscribe en la poesía, en los rituales de su ceremonia chilena, la contracorriente de los signos alternos, aquellos que en la calle dejan su tránsito herido, su marca de humanidad puesta en duda. Pero en lugar de levantar testimonio, esta escritura le devuelve a los testigos el turno de la contrarréplica, les pone en la mano la palabra negada por los tribunales de sanción. De allí que esta poesía, además de grabada como un pedernal, esté enunciada como un alegato.
Desde la vivacidad coloquial chilena y rebelde, llega por fin a México el mundanal latido de Carmen Berenguer.
Julio Ortega