Ha pasado medio siglo de la implosión de las figuras del autor y la obra; una implosión que los reaccionarios profetizaban como el fin de la literatura. Al final cambió la jerga teórica, cambiaron algunas prácticas de escritura y lectura, se quedó atrás la foto del autor –mirada misteriosa al vacío, gato o libro en mano, biblioteca de fondo–, el formato bíblico del texto y la interpretación que buscaba arquetipos y cifras cabalísticas. Obtuvimos, en cambio, más textos –«más» porque siempre los hubo– con una relación declarada, y a veces una variación mínima, con otros textos; más poéticas y narraciones metaficcionales; más textos que se seguían escribiendo en las cubiertas, los índices, en las solapas del libro. El autor se amoldó al concepto de Walter Benjamin de «productor»: aquel que despliega las piezas del rompecabezas para que el público o lector las una. Si entendemos la importancia de este cambio de paradigma en la historia literaria, entonces debemos coincidir en la importancia de un libro que analice a uno de los autores que más contribuyeron a la apropiación del mismo en lengua española; hablamos de Augusto Monterroso.