En su nueva jugada literaria, el polígrafo Gonçalo M. Tavares arroja ante el lector este anómalo puñado de relatos cuyo seco lirismo contrasta con los violentos ámbitos donde acontecen sus historias. Su lectura nos lleva por callejones sin salida, laberintos inesperados y pasajes oscuros; y, en el corazón de ese recorrido, el minotauro que lo habita, la muerte, que de un cuento a otro adquiere la consistencia de un líquido oscuro capaz de envenenar atmósferas hasta llenar la copa aciaga que cada personaje apura en el momento de enfrentarse con la inminencia de su propia desaparición.
Su enigmático título nos sitúa en la entrada de un dislocado imaginario: Agua, perro, caballo, cabeza es la puerta por la que la desgracia irrumpe en la cotidianidad, revelando la miseria y el sinsentido de la vida. Hermano gemelo de la opus magnum del narrador —la novela Jerusalén— este libro está poblado por hombres y mujeres que apuran hasta el límite su ración de crueldad. Páginas adentro de este volumen, peculiarísimo dentro de la escritura de este narrador angoleño, el lector encontrará la fascinación de un misterio particular: una inquietante forma de lucidez que se revela solamente en este avatar esquizofrénico y fragmentado de la obra de Tavares. No en balde José Saramago define así la admiración que despierta en él su colega: “No tiene derecho a escribir tan bien a los 35 años, dan ganas de darle un puñetazo”.