La poesía de León Plascencia Ñol ha recorrido un amplio abanico de caminos: de la transparencia al palimpsesto, del intertexto a lo visual, de la experimentación al vacío. Hoy nos ofrece algunas de las páginas más maduras y decantadas de su obra, donde la escritura es improvisación del mundo, variaciones en cadena de la memoria. “Durante un tiempo creí que había/ que suprimir la anécdota del poema, dejarlo/ casi estéril. Ahora dejo que aparezcan/ y se mezclen los momentos”, nos dice el poeta, apuntando hacia ese lugar en el que las verdades se entreveran, pues es cierto que “la escritura no devuelve el instante”, pero también que toda presencia resulta más vívida en su descripción: “La luz era más luz/ en medio de la tela”.
En Animales extranjeros cada escena está atravesada por imágenes sueltas que forman parte de la evocación o colindan con ella: una gabardina roja atrapada en un fotograma, choques de luz y oscuridad, videos de extraterrestres y fantasmas, emociones que nos poseyeron y ahora resultan distantes. La poesía es un monje que se inmola para ofrecer un momento de iluminación antes de extinguirse; el poema, un lugar de transformaciones: las palabras forman el trazo de un calígrafo sobre la página; en los lienzos de Mark Rothko se abren ventanas hacia borrascas emocionales; el paisaje se vuelve un lenguaje disperso, indescifrable.
El autor sabe que toda experiencia está herida desde su origen, condenada por su esencial transitoriedad. Sin embargo, en estos poemas, en su desasimiento y contemplación, quizá sea posible rehabitar por un instante el tumulto de lo que se ha fugado.