Conjurar, exorcisar al mundo es, desde la antigüedad, una de las funcones del trovador, del bardo que establece una relación directa con la naturaleza y con los dioses, generadores de ésta, de ahí que en este poemario se articule la memoria de la piedra, donde Hernán León, metamorfoseado en Canek el escriba, se arroga del oficio del cantor a través de un ceremonial único, para establecer un testimonio telúricamente cosmogónico -si se me permite esa expresión oximorónica- con una voz profunda, vigorosa.
De la lírica europea de la cual somos herederos, se aparta el autor de Canek el escriba, para recordar y reconocerse en la ternura de las piedras parra cumplir la profecía del escriba e instaurar el lenguaje de los pájaros. En Canek el escriba, mientras el estampido del sol sobre el agua señala el origen mismo de la tierra, Hernán León estipula que ha venido a eigir la selva y la montaña, a escuchar el cepitar de la hojarasca. Por lo mismo, recintos ceremoniales e incontables piedras, hablan de un linaje, de una dinastía donde guerreros cantores, magos y hechiceros se vuelven una única voz, una singular urdimbre de palabras.