Acaso no exista mayor complicidad que aquella pactada entre el narrador y su lector. Acordados los términos de la conversación, el relato –quizás brisa, o huracán quizás– fluye libre en la conciencia de quien lo lee. Narrador y lector cuentan entre sus memorias más vivas los rostros y episodios de aquello que han escrito o han leído.
Ante la conciencia, el relato ha sido tan real como la vida misma, o acaso más real, pues no lo agotan los siglos: muchos años después, frente a las puertas de Troya, Scheherezade aún recuerda la mañana en que Gregorio Samsa amaneció en su cama convertido en un gigantesco insecto. El autor de estas páginas, mucho menos memorioso, ya no recuerda el día en que descubrió la felicidad que dan los cuentos. La felicidad de leerlos y de fabricarlos. Este libro reúne un puñado de esas alegrías personales.