La afición de Alfonso Reyes no ha dejado de crecer desde hace varias décadas, sobre todo desde que, el 27 de diciembre de 1959, hace sesenta años, murió. Esto es lógico si nos detenemos a pensar en el número y en la diversidad temática de los libros que nos legó, un caudal cuyo mejor calificativo podría ser el mismo que usó Reyes al adjetivar a Lope como «abundante» y de paso subrayar que, a la distancia, las 24 horas del día no parecen suficientes para explicar sus tantas páginas. En efecto, como el poeta del Siglo de Oro, nuestro abundante Reyes es casi irreal: ¿cómo fue posible que un hombre tan ocupado en sus tareas públicas lograra a la par edificar una obra crítica, teórica, poética y epistolar de tamaña envergadura y belleza? Poseído por un talento y una voluntad impares, el regiomontano dejó libros que la crítica no ha agotado, y aunque es cierto que los estudiosos de Reyes no forman legón, quienes, como Ignacio M. Sánchez Padro, lo han asediado minuciosamente, no dejan de insistir en su importancia y perdurabilidad. Con erudito fervor por Reyes, Intermitencias alfonsinas establece pues un diálogo esclarecedor con sus páginas y a cada paso nos recuerda que tener cerca a Reyes es una feliz y permanente posibilidad de conversar con uno de los residentes más dotados –acaso el más– de nuestra república literaria.