Edgar Escobedo Quijano tiene como amuletos existenciales a la luna y al gato: con ellos ha trazado un campo delimitado por distintas tonalidades; ahí su escritura construye lo extraordinario. Porque eso –los tonos singulares– es lo que encontramos en todos sus libros. Sutilezas fosforescentes que transitan ante nuestra lectura. A veces lo vemos recorriendo el Viejo Mundo y nos reconstruye castillos medievales. Otras ocasiones, apenas gira la esquina de su casa, lo encontramos hurgando ante los nichos de la Santa Muerte y nos da un libro lleno de rituales muy cercanos a nuestra imaginación mística. Así que ahora, con esa pluma inquieta que conserva en sus manos desde hace mucho tiempo, su rojo parpadeo nos pone al centro de una brisa, con la cual podremos humedecer nuestros sentimientos o dejar que nuestro cuerpo navegue en los sueños, mientras resuena una ligera tonada de aquelarre.
Eduardo Villegas