El Carnero: una crónica de Indias escencial
Texto de Leonardo Espitia
Los críticos y lectores de hoy están de acuerdo en que lo que llama la atención en obras como El Carnero de Juan Rodríguez Freyle, o La Florida del Inca Garcilaso de la Vega, o los Naufragios de Cabeza de Vaca, no es tanto su contenido informativo y factual, como los recursos literarios y narrativos que utilizaron. Justamente El Carnero tiene como elemento esencial —y es tal vez por ello que se diferencia de las demás crónicas de Indias o de los relatos históricos del siglo xvii— unos rasgos narrativos híbridos, pues es a la vez un texto autobiográfico, cronístico y ficcional.
Es por ello que el texto de Freyle no es una simple exposición lineal y cronológica de los acontecimientos que ocurrieron durante los primeros cien años del virreinato de Nueva Granada (1538-1638), como parece indicarnos el título de la obra —antes de que los comentaristas posteriores lo titularan El Carnero—: Conquista y descubrimiento del Nuevo Reino de Granada de las Indias Occidentales del Mar Océano y fundación de la ciudad de Santa Fe de Bogotá primera de este reino donde se fundó la real audiencia y cancillería, siendo la cabeza se hizo Arzobispado. Cuéntase en ella su descubrimiento, algunas guerras civiles que había entre sus naturales, sus costumbres, gentes, y de qué procedió este nombre tan celebrado de El Dorado. Los generales, capitanes y soldados que vinieron a su conquista, con todos los presidentes, oidores y visitadores que han sido de la Real Audiencia. Los Arzobispos, prebendados y dignidades que ha sido de esta santa iglesia catedral, desde el años de 1539 que se fundó, hasta 1636, que esto se escribe; con algunos casos sucedidos en este Reino, que van en la historia para ejemplo, y no para imitarlos por el daño de la conciencia. El texto de Freyle es también un conjunto de narraciones intercaladas con el objeto de vigorizar ese catálogo de nombres y nombramientos oficiales con historias picantes de avaricia, lascivia y poder. Lo particular del relato de Freyle —que lo diferencia de otras crónicas del siglo xvii— es que aquellas narraciones intercaladas, llamadas «casos» en el título, y que aparecen como añadidos al relato histórico, se convierten en realidad en el elemento predominante, mientras que la historia propiamente dicha aparece como un pretexto para enmarcar aquellos «casos».
El Carnero comienza, como buena parte de las historias sobre el Nuevo Mundo, por el principio, por el descubrimiento y la conquista hasta la fundación de la ciudad. Pero este relato histórico dura muy pocos capítulos. La mayor parte del libro está constituida por aquellos «casos». Como bien lo expone González Echevarría, «en vez de que los relatos sean un agregado o un complemento de la historia, la historia misma se ha vuelto un complemento retórico» (2011: 139-140).
El relato se cuenta desde un presente en el que el relator —el propio Freyle— ya es un viejo cansado y algo desilusionado, sobre todo por no haber alcanzado aquellas riquezas prometidas del Nuevo Mundo. Para él, con sus 70 años de edad —cuando el autor escribe su crónica— ese Dorado tan deseado nunca aparecerá. Por otra parte, una de las principales preocupaciones de aquel Freyle relator es mostrarse a sí mismo como un narrador verosímil. Es por ello que todo el tiempo se está refiriendo a su lector, y esa crónica que está escribiendo aparece como una especie de diálogo con ese autor al que la está dirigiendo: pareciera que en el relato el autor y el lector fueran de la mano. Pero además Freyle quería o pretendía que todos supieran que él era un historiador, así que nos recuerda, en repetidas ocasiones, que ha acudido a autos que el lector mismo puede ir a consultar: «…y esto de escribir vidas ajenas no es cosa nueva, porque todas las historias las hallo llenas de ellas. Todo lo dicho, y lo que adelante dijere en otros casos, consta por autos, a los cuales remito al lector a quien esto no satisficiere» (cap. XV). Incluso, con ese deseo de presentarse como un narrador verosímil, nos remite a distintas fuentes, unas más autorizadas que otras: piénsese en los cronistas fray Pedro Simón y Juan de Castellanos, que estaban escribiendo sus obras por las mismas fechas, y a los que cita en repetidas ocasiones. O en aquel relator, Juan, «cacique y señor de Guatavita, sobrino de aquél que hallaron los conquistadores en la silla al tiempo que conquistaron este Reino; el cual sucedió luego a su tío y me contó estas antigüedades y las siguientes» (cap. II).
Desde el comienzo Freyle nos aclara que su propósito es dejar consignados hechos de la Nueva Granada que otros relatores han dejado de lado —por ejemplo, afirma que Pedro Simón y Castellanos nunca se refirieron a la fundación de Santa Fe. Y como «en todo lo descubierto de estas Indias Occidentales o Nuevo Mundo, ni entre los naturales, naciones y moradores, no se ha hallado ninguno que supiese leer ni escribir, ni aún tuviese letras, falta el método historial … y faltando esto falta la memoria de lo pasado», yo debo consignar los hechos que han ocurrido en el Virreinato. Los lectores deben acudir a mi historia —parece decirnos— porque en ella encontrarán una «relación sucinta y verdadera, sin el ornato retórico que piden las historias», mas no van a encontrar «ficciones poéticas, porque sólo se hallará en ella desnuda la vedad» (Amigo lector). Como he indicado, los primeros capítulos de su crónica parecen responder a este propósito. Pero luego aparecen esas narraciones intercaladas con historias picantes de avaricia, lascivia y poder, con personajes que en la mayoría de los casos son históricos. Lo interesante es que no aparecen de repente. Cuando Freyle comienza a hablar de las «costumbres, ritos y ceremonias de estos naturales» nos advierte, como ya lo habían hecho el Arcipreste de Hita en su Libro del buen amor, o Fernando de Rojas en La Celestina —citada en repetidas ocasiones en El Carnero—, que todas aquellas historias intercaladas deben ser leídas como ejemplos negativos de conducta social: el lector debe leerlas para no seguir su ejemplo. El recurso que utiliza Freyle para lograr este propósito es introducir pequeñas digresiones moralizantes y algunas citas eruditas con las que cierra o concluye cada historia intercalada.
Un buen ejemplo lo encontramos en la historia del joven Francisco Ontanera, quien, fanfarroneando ante sus amigos sobre sus distintas conquistas, decide comentarles cómo él y una atractiva señorita rompieron la cama de ella durante su último encuentro pasional. Uno de esos amigos, Gaspar de Peralta, procurador de la Audiencia real, luego de escuchar al fanfarrón vuelve a casa, con tan mala suerte que su esposa le pide que busque un carpintero porque su cama se ha roto de manera extraña. De inmediato Peralta se da cuenta de que su amigo lo acaba de engañar. El desarrollo de esta historia sigue más o menos las convenciones de una comedia del Siglo de Oro. Al estar en juego su honor, Peralta busca vengar su infamia. El pobre hombre emprende un largo viaje, sabiendo que la pareja aprovechará su ausencia. Pero cuando llega a la ciudad sorprende a Ontanera en el dormitorio de su mujer y allí mismo lo mata. Luego, con la colaboración de un pijao, mata igualmente a su mujer, dejando a los dos amantes juntos. Lo particular es que Freyle cierra esta macabra historia con unas citas de La Celestina con las que introduce ese carácter ejemplar que nos recuerda incluso desde el título («que van en la historia para ejemplo, y no para imitarlos por el daño de la conciencia»): «el amor es un fuego escondido —nos dice—, una agradable llaga, un sabroso veneno, una dulce amargura, una deleitable dolencia, un alegre tormento, una gustosa y fiera herida y una blanda muerte. El amor, guiado por torpe y sensual apetito, guía al hombre a desdichado fin, como se vio en estos amantes» (cap. XV).
Freyle utiliza este recurso narrativo a lo largo de toda su obra. Y la primera vez que nos advierte del marco moral en el que deben estar situadas aquellas historias intercaladas es en el quinto capítulo. Partiendo de la expulsión del Paraíso de Adán y Eva, en la que Dios deja a los hombres a su libre albedrío, y en la que se muestran los grandes costos de haber tomado de la fruta del árbol del bien y del mal, nos explica cuál debería ser el sentido en el que deben ser comprendidas aquellas historias picantes de avaricia, lascivia y poder: «Paréceme que ha de haber muchos que digan: ¿qué tiene que ver la conquista del Nuevo Reino, costumbres y ritos de sus naturales, con los lugares de la Escritura y Testamento viejo y otras historias antiguas? Curioso lector, respondo: que esta doncella es huérfana, y aunque hermosa y cuidada de todos, y porque es llegado el día de sus bodas y desposorio, para componerla es necesario pedir ropas y joyas prestadas, para que salga a vista; y de los mejores jardines coger las más agraciadas flores para la mesa de los convidados: y al que no le agrade, devuelva a cada uno lo que fuere suyo, haciendo con ella lo del ave de la fábula, y esta respuesta sirva para toda la obra» (cap. V).
La metáfora que utiliza aquí Freyle para hablar de su obra, aquella «doncella huérfana», dirigida a sus «convidados», sus lectores, puede interpretarse de distintas maneras. Una de ellas nos puede ayudar a explicar la relación que existe entre los relatos picantes y la historia del virreinato de la Nueva Granada, o mejor, entre la narración ficticia y la historia misma, y nos invita a leer la obra como una totalidad. En el momento en que se escribe la crónica, relatar estos hechos picantes y lujuriosos podía traerle problemas a Freyle con la censura, y por ello debían ser adornadas o camufladas bajo el valor de la ejemplaridad. Como bien lo indica Martinengo, es de sobra conocido que ya en el siglo xii la ejemplaridad era un topos del que los autores más satíricos y burlones se servían para enmascarar historias picantes y obscenas. En esa historia del Nuevo Reino de Granada que el autor está en proceso de escribir, las ropas y joyas prestadas, esto es, las reflexiones moralizantes con las que acompaña las historias intercaladas, son un adorno necesario pues era complicado presentar la verdad tan desnuda.
Y es por este motivo concreto que no tiene mucho sentido —mírense nada más las Ficciones de «El Carnero» de Héctor H. Orjuela— que se separen arbitrariamente los relatos picantes de las reflexiones moralizantes y las referencias bíblicas e históricas que las enmarcan. Freyle quería examinar las diversas dimensiones éticas de su sociedad. Pero las inserta en aquello que Boost llama un «encuadre narrativo»: introduce un comentario sobre la debilidad humana, luego hace una exposición de un crimen o una infidelidad de la Colonia y, finalmente, hace una referencia a otros casos históricos o bíblicos similares. En el ejemplo citado de Ontanera, Freyle inicia el relato con aquella debilidad: «Muchos daños nacen de la lengua, y muchas vidas ha quitado —nos recuerda. La muerte y la vida están en manos de la lengua, como dice el sabio…»; luego nos introduce un caso bíblico similar: «Muchos ejemplos podía traer para en prueba de lo que voy diciendo, causados de la lengua: pero sírvanos sólo uno, y sea el de aquel mancebo amalequita que le trajo la nueva a David de la muerte de Saúl, que su propia lengua fue causa que le quitasen la vida» (cap. XV); y finalmente nos cuenta con detalles los asesinatos. Este «encuadre narrativo» se repite, como digo, a lo largo de toda la crónica.
Es importante señalar que cuando Freyle insiste en que su relato debe ser verdadero es porque está utilizando una idea de verdad histórica propia de los siglos xvi y xvii. Para el historiador colonial la verdad histórica estaba basada no sólo en las experiencias personales, sino también en la autoridad cristiana y en los clásicos. Es por ello que a lo largo de El Carnero se analizan los sucesos del Nuevo Mundo con analogías tomadas de aquellas autoridades.
El Carnero está constituido, según lo dicho, por un conjunto de relatos picantes enmarcados en un relato histórico. En esta obra nos encontramos ante la conjunción de una idea de verdad histórica de carácter universal, e incluso providencialista, y la narración de la vida de individuos particulares. En El Carnero la historia —que al principio parece ser la esencia del libro— se convierte en un pretexto, mientras que todos los relatos, los chismes, las infidelidades que parecían comportarse como un elemento añadido —como nos recuerda González Echevarría—, se convierten en la esencia del libro. Es por ello que el título dado por los comentaristas posteriores a la obra de Freyle puede significar más que la piel en la que estaban encuadernados los libros, como ha sugerido buena parte de la crítica. Puede significar, mejor, según una hipótesis de Susan Herman, el cesto de basura al que se arrojaban los papeles descartados de la audiencia de Santa Fe de Bogotá, «el depósito donde se desechaban los restos de textos de todo tipo de casos» (González Echevarría, 2011: 141). Por supuesto, estos casos deberían estar fuera de lo convencional, fuera de la normalidad.
Pero a pesar de que Freyle incluyó un marco moral para que sus historias picarescas no fueran censuradas, su obra circuló por más de doscientos años en manuscritos, y permaneció inédita hasta 1859, cuando Felipe Pérez decide sacar de las tinieblas del misterio un libro que a pesar de ello logró gran popularidad. Y no era de extrañar: para un público sometido a un régimen de lecturas didácticas y devotas principalmente —como lo indica María Teresa Cristina—, las sazonadas narraciones de Rodríguez Freyle debían satisfacer necesidades de goce que aquellas no ofrecían. El problema es que la obra se difundió en múltiples copias defectuosas, todas de finales del siglo xviii, la más antigua de las cuales es la de 1784, que se conserva en la Biblioteca Nacional (reproducida por primera vez en la edición de 1955 hecha por el Ministerio de Educación Nacional). Este texto, cotejado con la edición de Pérez presenta notables variantes y contiene párrafos enteros que fueron suprimidos en otros manuscritos. Hasta el momento, la edición más completa que se ha realizado de El Carnero es la de Darío Achury Valenzuela, en la que el editor coteja todas las ediciones impresas hasta 1979 —con el desafortunado descuido de no ubicar las variantes. Y son tantas las diferencias que existen en las ediciones del siglo xx e incluso del siglo xxi, que, como nos lo recuerda el último editor de El Carnero, Hugo Hernán Ramírez, la interpretación de la obra dependerá de la edición que estemos utilizando.
Bibliografía
Boost, David H., «Los historiadores del período colonial: 1620-1700», en Historia de la literatura hispanoamericana, I, Del descubrimiento al modernismo, (eds.), Roberto González Echevarría y Enrique Pupo-Walker, editorial Gredos, Madrid, 2006, pp. 168-214.
Cristina, María Teresa, «La literatura en la conquista y la colonia», en Nueva Historia de Colombia, I, Colombia Indígena, Conquista y Colonia, Instituto Colombiano de Cultura, editorial Planeta, Bogotá, 1989, pp. 253-299.
Freyle, Juan Rodríguez, El Carnero, Prólogo, notas y cronología de Darío Achury Valenzuela, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1992.
González Echevarría, Roberto, Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana, Fondo de Cultura Económica, México, 2011.