No lo podía creer, pero por fin empezaban las vacaciones de verano. Después de un duro quinto año de primaria. En el que me enfrenté, como los más feroces guerreros Aztecas, en contra de las vicisitudes que me aparecían día con día en cada una de las materias, salí avante como aquel flaco que luchaba contra los molinos de viento sobre el lomo de su fiel caballo Rocinante. Creo que mis padres fueron los más sorprendidos, de que, al final, no repitiera el año escolar. Al contrario, la sorpresa se la llevaron cuando la maestra, les comentó sobre cómo había crecido mi disposición hacia la escuela, cómo paulatinamente había mejorado muchísimo hasta el final del ciclo, en el que promedié un glorioso siete punto ocho de calificación. Por eso es por lo que me emocionaba tanto que por fin llegara ese primer día de vacaciones. La agenda estaba bastante bien programada: los días, para la bicicleta; las noches, para las escondidillas. El fútbol antes de almorzar y entre la comida y la cena. También algo de Xbox con mi pandilla de siempre, Carlitos y Tristán.