Cuando Dante me dijo, en Triana, que se iba a Japón con su hijo, le creí pero me quedé —mujer que soy— dudando. ¡Seguro que se iría con otra mujer y su hijo sólo era una tapadera! Todos los hombres son iguales.
Ahora sé que Dante, siendo igual a todos los hombres, es peor que todos los hombres: ¡no se me fue a Japón con otra mujer, como yo, real, a la que yo le puedo plantar cara! Se me fue con una mujer contra la que no puedo competir: una mujer de ficción, estupenda, que hasta a mí me ha seducido, lectora, y que entró en mis sueños como entró en los de Dante, autor.
Me regresó un Dante del Japón que traía otra mirada, porque ya venían dentro de él dos novedades en una sola mujer que él encontró en el imaginario de su viaje real: la sensación fantástica de Japón, el sentimiento de una cultura de la sutileza. Porque Dante todo lo que vive lo transforma en fantasía, y esa fantasía es seductora, como el té verde, como el Monte Fuji, como ese mundo donde los detalles son el todo.
Entendiste bien, lectora: me puse celosa, porque a Dante no me gusta compartirlo. Sin embargo, cuando regresó con esta encantadora historia, me encantó que hubiera ido a traernos encantos de Japón, y me alegré de ver que sus palabras estaban cargadas de la generosidad y la luz de Oriente.
Ya lo perdoné. Lo suyo suyo de Dante es escribir viviendo, sin confesiones y sin concesiones, y vivir escribiendo para venir a verme, cada vez que regresa, con una especie de ramo de flores que esta vez fueron de cerezo, lectora amiga.
Déjame que te convide a leer, conmigo, como si fuera yo, lectora (y lector también, ven con nosotras) esta novela que es un maravilloso y sorprendente viaje por Japón, que te va a llenar, como a mí, los ojos de asombro.
Una vez que lo leas, lector, lectora, no sólo lo vas a perdonar, como yo, sino que vas a querer, con él y como él, a Japón.
Dolores Álvarez