En una sociedad colonial que podría ser cualquiera y ninguna, Tom vive con su padre y sus decenas de sirvientes en la inmensa propiedad familiar que tomaran cuando llegaron los primeros colonos a esa tierra, más de cuarenta años antes. La granja es el único mundo que Tom conoce. Todo, incluidas las relaciones de dominación con sus criados, le resulta tan natural como inevitable. Por eso, cuando escucha en la radio un discurso incendiario arengando a los nativos en contra del opresor blanco «apenas entiende las palabras, le suenan a tonterías guturales». El precario equilibrio que guarda un entorno que ha empezado a cambiar sin que tengan la capacidad de advertirlo se ve alterado con la llegada de Carine, una chica destinada a ser la esposa de Tom, con quien el padre pronto establece un feroz triángulo amoroso en un intento desesperado de aferrarse a un poder que ya no le pertenece. Al entrelazar de manera magistral el derrumbe de dos mundos, el colonial y el familiar, Katie Kitamura ha plasmado en su novela aquella idea de que el colonialismo es ante todo un fenómeno mental. La explosión de un volcán cubre todo de cenizas que dificultan la respiración, y tanto Tom como su padre, la chica y los criados intentan mantenerse a flote, alentados por el miedo a lo desconocido y por la incertidumbre del mundo que encontrarán una vez que el viento haya soplado con la fuerza necesaria para llevarse las cenizas.