Un hombre que yace en cama moribundo se embarca en un monólogo mental a partir de la mecanización de las artes, representada en la aparición de la pianola ?materialización del sueño democrático de que cualquiera puede ser un «artista»?. Su reflexión termina por ser una punzante diatriba contra la sociedad moderna, con sus arraigados anhelos de fortuna y reconocimiento. En esta novela póstuma William Gaddis por fin logró dar forma a uno de los proyectos literarios de toda su vida; el resultado es un relato desgarrador que no concede respiro alguno y que es un magnífico diagnóstico de los efectos de la tecnología, no sólo en el arte, sino en lo más hondo de la vida cotidiana contemporánea. «Jack Gibbs, figura de reparto en Jota Erre y narrador de Ágape se paga, se dirige a nosotros desde su lecho de muerte y no es un narrador feliz. Su cuerpo lo ha traicionado y el mundo es una mierda y está dominado por tecnócratas. Y su novela –en la que lleva trabajando años– se deshace en pedazos sueltos e inconexos. Queda poco tiempo para volver a afirmar lo mismo de siempre: la tecnología jamás podrá suplantar la creatividad de los hombres. Así que adiós a la puntuación convencional y hola al libre fluir de conciencia y a la libre asociación de ideas que le permiten al narrador –al recitador, en un casi delirio de agonizante– invocar tanto a Glenn Gould como a John Kennedy Toole, Miguel Ángel y Tolstói, para destilar una última pócima mágica, un tónico para intentar conseguir el “ágape”: la amorosa sensación de ser uno con el mundo celebrada por los primeros y nada burocráticos escritores cristianos. No lo consigue, claro. Pero en el fracaso de Gibbs está el triunfo de Gaddis alertando desde el Más Allá sobre la música invisible pero cierta de la entropía. Y eso es lo que en realidad es este pequeño inmenso libro: un tractat postrero y una última voluntad y un deseo final de que, al menos, intentemos comprender lo incomprensible. Y después veremos qué hacer al respecto». Extracto del prólogo de Rodrigo Fresán