En el siglo xv, en el ocaso de un día de primavera, tres grandes poetas se reunieron en el santuario de Minase para celebrar una de las más bellas y viejas ceremonias de las que el mundo tiene memoria: la escritura de un poema colectivo que, con los años, se convertiría en una de las mayores obras literarias de la historia del Extremo Oriente. Y que hoy, por primera vez, es traducida a nuestra lengua. Los versos de ese poema tenían como objetivo ser una ofrenda para un tiempo ya en ruinas: el tiempo del antiguo esplendor político y cultural que nació al amparo de la aristocracia japonesa. Frente a las ruinas del esplendor aristocrático, el Minase no sólo se manifiesta como una ofrenda, sino como el último esfuerzo por reconstruir aquel momento, aquella época en donde la belleza, la sutileza y un código moral basado en la dignidad, la rectitud y la justicia gobernaban el mundo. El Minase nos muestra la vocación primera de la poesía: una composición litúrgica, es decir, gestos, fórmulas mágicas, para convocar un misterio, un esplendor invisible, pero siempre al filo –si se pronuncian las palabras correctas– de volverse presencia, y capaz de transformarnos a nosotros mismos en esa luz aún incandescente.