Amelia Rosselli es una de las poetas más importantes del siglo xx. La crítica la compara con Paul Celan, Wislawa Szymborska, Joseph Brodsky, John Ashbery o Sylvia Plath. Sin embargo, debido a su acentuada singularidad, durante mucho tiempo fue ignorada por todos. Rosselli nace en París, pero crece en diferentes países y en diferentes lenguas: inglés, francés e italiano. Su obra estará marcada por esa errancia. Escribirá siempre desde la condición de «extranjera», en un balbuceo, en una lengua plagada de errores voluntarios y de neologismos, sumida en la alegría suprema de quien ignora toda regla. La libélula es un poema fundamental, pues es la llave de entrada a toda la obra de Rosselli. Aquí, por primera vez, aparece una obsesión que la perseguirá hasta su muerte: la creación de un «delirante fluido de pensamiento occidental». La libélula es la búsqueda de un nuevo modelo métrico, de una música nunca antes escuchada en la lengua italiana, la invención de otra respiración, de otro ritmo. Es el poema de la revuelta, del lirismo extremo, de la liberación y de la libertad absoluta. Avanza en un movimiento rotatorio semejante al movimiento de las alas de una libélula, sobrevolándolo todo, liberándolo todo: la gramática, la tradición literaria, las imágenes, los pronombres, el ritmo, pero también el alma y el cuerpo de los lectores, en una espiral delirante de belleza, en una ebriedad mística, como el encuentro cara a cara con un dios en un tiempo de nihilismo. Rosselli dijo «rimar para otro siglo», uno mucho más atento a la nueva lengua, a la nueva música que había creado. Ese siglo, sin duda, es el nuestro.