La seducción de la violencia es uno de los temas caros a Alejandro Paniagua. La violencia también se construye en el lenguaje, de hecho el lenguaje mismo es una violencia: transfigura espacios y versiones de lo vivido. Fascina, crea, destruye. Ése es el poder del poeta. Ningún otro, pero su audacia basta para destruir o crear mundos. No es poca cosa.
Su lenguaje sabe jugar, se arriesga en cada apuesta y sabe que ninguna palabra es inocente. No solamente pone a jugar a los iconos contemporáneos populares, sino que estira hasta el límite su personal concepción del mundo: su relatividad y su ironía. Sabe que son sus cartas fuertes y lo hace con la maestría de un experto:
Con la boca ensangrentada y un ojo hinchado, miro a Popeye.
El humo de su pipa y su aliento inmundo inundan la cocina.
De nuevo me ha golpeado, otra vez derribó a puñetazos mis protestas.
La gracia con que contempla los hechos duros o difíciles de la existencia, lo emparenta con Nietzsche, uno de los autores que más me han fortalecido y que sigue con ellos una ruta semejante, al decir Crecen los ánimos, cobra bríos la fuerza con la herida.
Frente a su poesía y lo que genera, hay una emoción de saber que de ese salto mortal ha salido intacto.
Rocío González