México es un país de grandes cuentistas. No me refiero a José Revueltas ni a Juan Rulfo, a Inés Arredondo ni a Juan de la Cabada, a Guadalupe Dueñas ni a Juan José Arreola. Me refiero a quienes hace todavía hace 50 años –una gotita de tiempo– nos contaban cuentos cuando la tarde empezaba, después de la comida, o cuando la tersa noche tendía su manto sobre párpados infantiles. A esta casta pertenece Rogelio Flores, porque sus historias nos envuelven y arropan desde las primeras líneas. No porque ex profeso sean narraciones para los oídos de un niño, nada que ver, sino porque poseen esa suerte de encantamiento del que hablaba Stevenson. Que de no haberlo, el cuento se cae en mil pedazos. Sin anunciarse en canal cultural alguno, sin decir quítense que ahí les voy en Twitter o Facebook, Rogelio escribe puntual y metódica, rigurosa y porfiadamente. En este caso impelido por la música. Sabe que la literatura está anclada a la tenacidad y el azar. Que ninguna palabra que se escriba está a salvo de la maquinaria implacable de la autocrítica. Quizá por eso resulte tan placentera su lectura. Porque la musculatura del buen narrador se advierte, aun antes de que el escritor levante las pesas. Leámoslo si no.
Eusebio Ruvalcaba