La Belleza -lo poético- viene de otro lado: de un "lado" que no encaja en el mundo. Este lado que no hay por ningún lado es el norte del deseo. El Bien se levanta entoces como un destino desviante. Se levanta como un velo, como una cortina. Y conduce a una represa. El mundo hace creer al deseo que lo único que quiere es desahogarse. Que es beatitud su nódulo terminal. Que es un Bien sin mácula y sin frenesí. Belleza, sí, pero en higiénicas y democráticas dosis. Nada que amenace al Yo. Mucho menos al (Supremo) Nosotros. A saber: nada que delate su talente mortal. La Belleza es, no obstante, el epítome de la amenaza. Ocurre que no hay Belleza que no provenga de ese lugar incierto e ilocalizable. De ese lugar esencialmente inhóspito. Poética es la palabra antepuesta a esa fisura del mundo a través de la cual resplandece la más absoluta invisibilidad. Belleza es el (un) nombre del ocaso o del decaer del mundo. "Supremo Bien", se comprende, es el nombre de su Comienzo. Eterno Recomienzo. Desde su (repetido) comienzo, el mundo reclama la sangre de sus súbditos. Cada aurora aparece como efecto de una mutilación, un corte, un derramamiento: de una ofrenda. ¿Por qué lo haría? Porque no puede imaginar el más allá del lenguaje, el más allá de lo humano. El mundo no acepta que no imaginar es la prueba de su poder. Es decir: de su límite. La filosofía y lo poético mantienen vínculos de carácter obstinadamente polémico e indecidible. Lo cual, por inconcluyente, es inmensamente instructivo. La filosofía opera como "bisagra" entre lo poético (trágico) y lo técnico (político). De ahí su vitalidad y también su constante refriega y desajuste con el mundo. De ahí, también, la imposibilidad de su "fin".