Este libro contiene tres momentos: “No es el tiempo el que pasa”, evocación vehemente de la niñez, ese remanso al que acudimos cuando queremos restaurar la pureza. Y la pureza misma, puesta en los escenarios vírgenes de la Sierra Tarahumara que cortejaron aquellos primeros traslúcidos cumpleaños de la autora. Yace partido el puente de la niebla es el espacio atormentado para una transición imposible, el puente partido entre la pureza y la locura, el vínculo negado por lo que entre niebla se puede ver y se vive: apenas la remembranza del mundo perdido, la nueva muerte o la dispersión. “El angélico y sereno patio del vacío” es ironía y verdad, puestas a un tiempo en el título. La niña, ahora rabiosa de ser adulta y de vivir en un lugar que no le pertenece, tiene una voz voluntariamente cercana al desparpajo y al rapapolvo simple, apenas si busca la poesía entre malezas y vacío, cuando se descubre buscándola, tira la voluntad, la pisa, la reniega. Este patio es angélico y sereno, porque nada posee ya, excepto las breñas de un encono infantil que templan la demencia presente.