A pesar de que Gonzalo de Ayala advirtiera en Apología de la imprenta (1619) que los correctores tipográficos estaban obligados a poner "el oído atento a lo que se lee, la vista a lo que se mira", muchos impresores -lejos de tales reconvenciones- se desvelaron en saldar cuanto antes sus compromisos, dedeñando todo celo o minucia compositiva. Hubo, sí, autores como Herrera o Cueva, metódicos, exigentes, perfeccionistas, que modelaron y pulieron hasta lo insospechado sus manuscritos y no se satisfacieron con cualquier cosa salida de temidos tórculos; atribulados, en fin, con legar su obra a la "fama póstuma" lo más ajustada posible al ideal casi utópico de una transmisión no contaminada o deturpada. De esos procesos compositivos, tan complejos y espinosos, se ocupa José Cebrián, reconocido especialista en el Siglo de Oro; al revisar las obras de En la Edad de oro, donde se afronta a la luz de la ecdótica el quehacer de Cervantes, Cueva, Góngora, Herrera y Mal Lara, así como el de otros escritores de la época como el novohispano Eugenio Salazar, el español Espínola y Torres o el portugués Vasconcelos Coutinho.