Aunque no me lo crean, Dante Medina me volvió a sacar un susto con esta novela, a mí, que estoy acostumbrada a sus desplantes. Estábamos en su bar preferido, el Santa Ana, del barrio de Triana, en Sevilla, donde habíamos quedado para que le regresara su manuscrito de Tapatía. Tuve que ponerme docilita y preguntarle: “¿Es realismo literario esto que de tan real parece invención, o son exageraciones tuyas inventadas?”. Miró mi cara de coqueta inteligente natural, con sorna. (El de la sorna era él). Si se burla de mí, me dije, me largo y no le escribo su puta solapa. Con su estudiada expresión que nunca se sabe si dice la verdad o miente, me contestó bajito como él habla: “Ahí dice que es una novela, pero es una falsedad del editor: es un informe”.
¡Joder! ¿Me va a venir ahora este cabroncete con que no es Literatura sino Historia? “¡Que te escriba la contraportada la madre que te parió!”, le dije, y me largué, cabreadísima. ¡Coño con este mexicanete engreído! Le di la vuelta a la manzana y regresé; él me estaba esperando, con su paciencia de indio mestizo, porque me conoce tan bien como a su Tapatía. Pedí un trago. “Vale”, le dije, “te la voy a escribir; como siempre, wey”. Tarde me di cuenta de que me acababa de poner de culito: le sorbió al whisky, ‘lo besó’, y me dijo mirándome oblicuosamente: “¿Tú eres la madre que me parió?”.
Ahí fue donde entendí bien a bien la palabra “Tapatío” en masculino. Ahora imagínesela usted, lector, cómo será, cómo es, en esta novela en femenino: Tapatía.