En entrevista, Calera-Grobet dice que se aventó en Zopencos una narración desparramada, dejada de la gravedad pasmosa de cualquier floritura “literaria”, que lo dejara vagabundear en estilo libre, tal como si contara una historia a una banda de amigos alrededor de una alberca, un asador y un cartón de cervezas.
¿Qué cuál es la historia? La de un grupo de mozalbetes bobalicones —ese ramillete natural de gente prángana e indeseable del que uno fuera parte alguna vez—, que no tuvo más que echarse en cueros un calvado a esa estampida de cosas que fue vivir en un suburbio en los años ochenta.
Como meter en una martinera un tanto de Corazón, diario de un niño (pero podrido), otro más de la serie televisiva Los Años Maravillosos o Cuéntame cómo pasó (pero en bizarro), y un trancazo triple del ingrediente exigido en estos menesteres: sexo, droga y rocanrol (y por supuesto mujeres y alcohol), con un buen chisguete de mal gusto. Así es esta novela: como una malteada ácida de color fluorescente, que se sirve en vaso de plástico rojo, en vocho achaparrado y a toda velocidad, escuchando la radio.