Ser mujer en el siglo XIX en México, mitad juarista, mitad porfiriano, no fue empresa fácil. Aún no existía el cinematógrafo para soñar con los besos del celuloide, y las jóvenes casaderas de la sociedad criolla recién emancipada no tenían más remedio que bordar y rezar. Peor era pensar: una mujer que piensa puede caer en el pecado fácilmente, y así se introduce el demonio.
Pero Soledad Ugarte nunca dejó de pensar. Y aunque se llenó de hijos y aprendió a reprimir sus deseos en su armario interior, se atrevió a descorrer uno a uno los velos del misterio: descubrió que el mundo fue hecho para los hombres, que los hijos no nacen del ombligo, que el placer de la carne no es pecado y que detrás de las apariencias y las buenas costumbres se pueden llegar a esconder las peores mentiras familiares. Descubrir esto le costó a Soledad Ugarte una vida.