Hace más de diez años, mientras Ionesco ocupaba su asiento en la Academia Francesa, Antonio González Caballero escribió aquí la absurda historia de un hombre que, durante un paro cardíaco, viaja al interior de su cuerpo para practicar su propia historia. Fernando de Ita.
Cuando un niño quiere saber cómo funciona un juguete, lo desmonta, lo vacía, examina cada una de sus piezas, aunque después tenga qye pedirle a su papá que le ayude a armarlo. Mario Mendoza, El estupendhombre, se disecciona a sí mismo para empezar a conocerse; somete a escrutinio, uno a uno, los componentes de su organismo para detectar los móviles más profundos e íntimos de su sensibilidad y acaso desentrañar los resortes cerebrales responsables de su actitud frente a la vida, sus cambios de humor, de mentalidad, frente a ese otro cuerpo en el que habita y bajo cuyos parámetros se mueve: el social. Al final, aterrado por los embates de una realidad hostil y avasalladora, Mendoza retorna al claustro materno, el único lugar donde se siente protegido y a salvo. Más que Edipo, complejo de Peter Pan, digo yo.
Dirigida por Julio Castillo en 1980, esta obra gira alrededor de una preocupación que acompañó a Antonio González Caballero desde la infancia: el tema de la identidad. Lo trata de una u otra manera en prácticamente toda su producción teatral de la última época, y de manera específica y evidentísima en El estupendhombre, Un viaje al centro del ombligo del yo.