El apego a las formas clásicas han sido una de las constantes del arte. Se podría decir que en su movimiento pendular, el arte es un tenaz reinventarse, un perpetuo renacer.
Desde su cristalización en los siglos XII y XIV en Italia, el soneto no ha perdido vigencia en los 700 años o más de su historia. El Siglo de Oro español lo adoptó y enriqueció con aportaciones todavía paradigmáticas.
México, heredero de la cultura grecolatina, ha tenido cultivadores del soneto, algunos notables como sor Juana Inés de la Cruz y Carlos Pellicer, entre otros. En los últimos 50 años parecería que el verso libre le ha llevado ventaja, pero sigue siendo piedra de parangón para muchos poetas nacionales y de otros países de lengua española, para recordarnos su vitalidad.
Parecería que en algunas latitudes, por su filiación tradicionalista, el cultivo del soneto no ha cesado. Campeche es una de ellas, como lo demostró el Sonetario elaborado por el poeta Brígido Redondo que recopiló la producción variopinta de los poetas nativos en un lapso que abarcó más de 200 años.
En el siglo XIX destacó como sonetista el médico Joaquín Blengio Molina quien pergeñó más de 200 sonetos que le dieron reconocimiento dentro y fuera del terruño. Animado por tal herencia, su descendiente, el también médico José Rafael Blengio Pinto, ha cultivado esta forma, como legado de su antepasado y la influencia de su tierra natal. Sonetos (1957-2007) son 73 piezas de diversa factura en que el poeta, a través del orbe viejo de la forma, ha intentado asimilar el vino nuevo de su visión contemporánea.
Como señaló Brígido Redondo, es un menester de amor a esa expresión poética y a esa tierra, siempre acendrada para quienes le han cantado en su poesía.