Hay tantos modos de escribir poesía como arrugas tiene el rostro de un hombre desalmado. Como el mío. Pero por encima de cualesquiera otras, yo prefiero las arrugas que reflejan dolor. Desesperación. Desasosiego. Las que parecen provenir de la lápida de un poeta. El libro de Enrique Ramírez pertenece a este tipo de escoria. Para leerlo hay que brincarse una cerca de púas. Es un libro cargado de sentimientos punzantes. De ideas atroces. Que dejan muy atrás la cardiología poética de innumerables poetas. Pero algo es claro: No muchas aves cantan en la oscuridad no ganará premios literarios a los que aspiran las niñas de la literatura mexicana. Ni menos aparecerá en las listas de los más vendidos, o de los libros del año. Su destino es el sobaco de un lector afligido. De una mujer empapada de semen. Sale sobrando que lo recomiende. ¿O no?