Como ustedes saben, como seguramente habrán experimentado, los sueños son muchas veces sólo una imagen. Se convierten para el que los sueña en un recuerdo del que se retienen fragmentos. Los sueños son sólo fragmentos, pedazos --con forma, sabor y olor-- de un enramado, de un laberinto o subterráneo por el que se pueden andar y esperar, subir, retornar sin llegar nunca al mismo sitio.
Un sueño es un lugar, un fruto recién caído que se encuentra de manera espontánea, un recoveco, una línea de la mano de alguien que nos sostiene sin que lo sepamos, un granito, una gota, una célula, un microcosmos.
El que sueña encuentra, el que recuerda lo que sueña obtiene más; un sueño llama otro sueño y a otro y a otro. No existe en ellos una secuencia, no son únicamente una cadena o una soga que se teje en línea recta. Los sueños crecen como una chispa que se desborda como las gotas furiosas de una ola quede se deja ir contra otra.
Los sueños no posen una historia, por lo menos no una como las que se acostumbra escuchar en la vigilia: presentación, nudo y desenlace lógico, o por lo menos, verosímil. Los sueños dicen lo que tienen que decir y punto; poseen la virtud de lo impredecible; sorprenden; toman el camino menos explorado. Atan y desatan a su antojo. No esperan a que un olor, un sabor, una voz, un color y un paisaje tomen forma definitiva. Tampoco tienen un carácter establecido; son volubles como sus personajes, que repentinamente cambian de cara, de cuerpo, de sexo, de especie.
Los sueños no pueden contenerse. No hay recipiente adecuado para ellos, sólo la memoria puede sujetarlos pero de inmediato se desvanece.