En El árbol y el verbo, libro póstumo de Gilberto Castellanos, el poeta acomete la celebración de las potencias feraces del reino vegetal. "¡Qué fiesta, roble mío!" Nos dice desde el primer poema de este volumen que ratifica su irreducible voluntad de nombrar al mundo.
Y ese aliento adánico es el que atraviesa, desde siempre, una enunciación que se sitúa en el centro mismo de la creación. Un jardín que se manifiesta como un aura inaugural, luz que desciende desde las alturas para desterrar las sombras de lo innombrado, y vincula la historia del hombre con la raigambre que atraviesa su territorio, con las diversas manifestaciones de una arborescencia que crece a la par que el conocimiento del protagonista poético. Que reverbera como una transmutación de la palabra que lo constituye. El hombre aparece entonces, y así sucede frecuentemente en la poética de Gilberto Castellanos, como presencia intempestiva en el tiempo continuo de natura.
Incorporado desde entonces al reino que nombra, el poeta descubre que "vuelven los hombres/como los árboles,/al surco del silencio". Y que él mismo ha sido "un árbol que ve su sombra/ en las hojas de sangre". Asume su alianza con el verbo y con el árbol abajo el cual transcurre su canto y se agotan los días de su estripe.