El nombre de Pedro Alvarado ha sido subyugado a los parralenses generación tras generación desde hace casi un siglo, poque en esta historia se reúnen los ingredentes que hacen arder el fuego de la emoción y del sentimiento: el amor, la piedad, la amistad, la misericordia y la tragedia.
En el tránsito de poco más de diez años, que fue lo quen duró el matrimonio de Pedro y Virginia, así como la bonanza de La Palmilla, se entretejieron las más extraordinarias historias de riqueza, amor y esplendor, todo esto enmarcado en los más increíbles actos de altruismo y esplendidez por parte del rico minero, quien sufrió a cambio de ello, todo tipo de trampas y de acechanzas.
La eterna lucha de la benevolencia contra la maldad, de los actos de justicia y caridad contra la traición, la ambición y la insidia. Cuando Pedro Alvarado mandó construir el Palacio, pidió que las oficinas quedaran en la parte de enfrente, a la izquierda de la entrada principal, solicitó al arquitecto francés que se hicieran dos ventanillas: una para entregarle la raya a cada uno de sus trabajadores de La Palmilla y a otra, donde recogían sus monedas de auxilio los menesterosos que llegaban de los rincones más sombríos de la ciudad y de los pueblos de los alrededores.
Cuentan que cada sábado se hacían dos largas filas y que un día se formó en la de los indígenas un joven forastero bastante lastimado a quien nadie conocía. Era un bandolero agobiado por la persecusión y enfermo de huir sin esperanza porque venía cargado la desgracia en su espalda, escondiéndose de sus perseguidores del estado de Durango y, según la conseja popular, aquel bandolero fue acogido por la benevolencia del rico minero. Allí empezó otra de las facetas de la vida increíble de Pedro Alvarado: su relación amistosa, casi de hermandad con Francisco Villa.
Éste es el escenario sobre el cual se construye nuestra historia que se relata en las presentes páginas.