Al medio día del 19 Mauricio pasó por mí, los ojos desorbitados, tiritando por un mal presagio. Saltamos de hospital en clínica, de clínica a sanatorio, y no hubo nosocomio del sur, incluyendo casas de salud o dispensarios, a donde no fuésemos a preguntar por Moisés. Al amanecer del 20, sentados en una banqueta de Río Churubusco, Mauricio se mesó el copete mojado por un rocío macilento, mientras yo junto a él fumaba, harto de sueño y de impotencia. Aunque durante un año llamó a Locatel y pegó la foto de Moisés en el pizarrón gigante de Tasqueña, con las generales al calce; y rondó la casa de Dimma cada atardecer, Mauricio no supo más de su hermano. También y sin explicación, lo despidieron del trabajo. Tuvo, entonces, que dejar su departamento. Yo le di chanza de quedarse en casa, en lo que se nivelaba, pero él sólo iba a asearse, justo en mis horas de oficina. Me dejaba el baño hecho un asco y también breves notas de agradecimiento en post it.
Una mañana de sábado me despertó una comezón en el vientre. Me metí a la regadera donde me talle con fuerza bajo un chorro de agua tan caliente como era posible soportar. Después me tumbé a ver la tele, y esperar a Mauricio para preguntarle si él había metido pulgas al departamento. De pronto tuve la impresión que Memo Ochoa, desde la tele, describía a Mauricio, como una victima más del temblor.