Desde tiempo inmemorial el hombre ha tenido una percepción mágica, no sólo del origen de su existencia, sino también de los objetos que cotidianamente le sirven como parámetro espacial y temporal. Esa magia, esa percepción que le concede redescubrir el mundo, nombrarlo y sorprenderse por ello, ha impregnado la historia, el folklore y la literatura de todos los pueblos.
El homo sapiens y el homo ludens uno mismo son; aquel que por medio de la pintura crea nuevos espacios y vislumbra otras realidades para traerlas a un "aquí y ahora" es, llámese chamán, nigromante o mago, ante todo, un artista. El que después de poner su impronta en las cuevas, quizá con el objetivo de traer el espíritu del animal deseada para la caza, es wel mismo que empleaba la lanza pero también la cuña; es el mismo que a través de los siglos deja de gruñir y aprende a cantar, a ser poeta.
El poder adjudicado a la palabra no es privativo de la concepción religiosa judeo-cristiana. De ese poder hablan las runas, los mantras, anatemas hallados en antiguas inscripciones y los rituales cantados para obtener los favores de la naturaleza.
Cuando después de la palabra hablada surge la escritura, el hombre eterniza sus temores, sus esperanzas, su incertidumbre...
Así han llegado hasta nosotros valiosos documentos para la historia y para la literatura, entre otras áreas del conocimiento, provenientes de todas las latitudes del orbe. Nos referimos, primordialmente, a aquellas composiciones que nos narran el ansia humana por acercarse a lo desconocido, por mirar y comprender lo ignoto, en una palabra: adivinar.