He sido un predicador y el curandero que viajaba en una insignificante carroza repitiendo el sortilegio: Cruz, crucecita, yo te conjuro en el nombre del arcángel San Miguel, la seña que te pido me la ha de darla ceniza de los muertos y el sonido del viento: Tiene que esparcirse si está desesperado por hablarme, su boca se ha de abrir y con esta oración tiene que venir manso, desesperado y humillado a las plantas de mis pies. Espíritu de los cuatro vientos, tú que andas por el mundo entero quiero que me traigas el alma de Aquiles Serdán, haz que cambie su destino y vuelva a mí. Tú que andas por montes, cerros, montañas, valles y callejones, si encuentras el alma de Aquiles Serdán no me la dejes pasar hasta que venga rendido a mis pies; si está sentado no me lo dejes tranquilo; si está durmiendo, que me sueñe y no ha de poder dormir: un niño ha de llorar, un gallo ha de cantar, un perro ha de aullar y una ciudad ha de crecer hasta que se coma los cerros y las montañas que un día le dieron sombra y cobijo.
La voz de la ciudad, las voces que recorren sus callejones y esquinas, nos brindan un rosario de relatos que cruzan la barrera de los tiempos para instalarse en la parte más íntima de nuestra memoria. Narraciones que parecen provenir del vasto camposanto en el que reposan los que alguna vez fueron -y siguen siendo- protagonistas de nuestra historia viva.