Las páginas del libro que el lector tiene en sus manos no son un regodeo, aunque haya instantes que lo muevan a la risa, tampoco un muestrario de malogros que nos asalta inevitablemente. Son, ante todo, un conjunto de relatos bien construidos que abrevan en circunstancias donde nos hermana nuestro papel de habitantes del mundo.
Y si el escenario de la memoria no fuera suficiente, nos insta a a seguir a los personajes por veredas que no son extrañas a nuestro recóndito interior, real o imaginario: una playa en la que se escucha música a lo lejos y de la que no habrá retorno; el interior de un automóvil que, detenido, recorre como un reloj puntual la memoria de un niño que acaba descubriendo que sus pesquisas no eran solamente gozosas; tres episodios en los que el infortunio baila con los personajes bajo la lluvia; el monólogo de una mujer contando la miseria de sus proezas a un adolescente, con menos memoriosidad que pesadumbre; un niño pastor-partero, entre matorrales, sueña con el ver el mar; la atrocidad, como un fantasma impune, del crimen perpetrado por defender la dignidad ilusa, cuyo único móvil es un rencor doméstico y secreto.
Los personajes que habitan estos relatos de Didier López Carpio nos revelan la suficiencia de la vida como coartada para demostrarnos que las relaciones entre los seres tienen vuelcos sustanciales, que el mundo cambia como la escena que vemos cuando irrumpe, el día menos esperado de nuestra vida, un puñetazo asestado por el vacío.