El hombre encargado de una biblioteca antigua, por fuerza, tenía que poseer un espíritu filosófico y un conjunto de valores espirituales que lo encaminaran por el sendero de la cultura y, sobre todo, tenía que ser un educador, un guía, un preceptor de lecturas. Diderot, en pleno siglo xviii, lo definía como la persona encargada de la custodia, del cuidado, ordenamiento e incremento de los libros en una biblioteca. Las más antiguas bibliotecas tuvieron como guardianes a estas figuras que estaban al servicio del conocimiento y del espíritu. En la Nueva España también hubo grandes “procuradores de bibliotecas”, en una época en la que aparecieron cientos de bibliotecarios anónimos que fungían también como copistas, traductores e incluso como comerciantes de libros.