Con estridencia inusitada, Janitzio Villamar cierra la Tetralogía Ana; nos conduce por el interior de su ruidosa alma. Con brotes melancólicos y demenciales, nos aloja en su delirio amante. Aúlla la muerte, la clama, purifica la existencia dentro del otro, seduce son inverosímiles gritos y licencias. Con peculiar cadencia, los versos del poeta se zambullen en el torrente sanguíneo, calan con una mezcla indefinible entre silencio y conmoción. El silencio es fundido en la palabra, que grita, incapaz de retirarse a las valientes formas vanguardistas de una poesía alborotadora, atrevida y desnuda, que disloca las emociones, haciendo imposible no ser partícipe al lector, a estas alturas anonadado y zambullido en el holocausto en el que el poeta subyace.
Poeta que iracundo funde versos suaves con escándalo, que en alaridos desgarra imágenes de un deseo que convocó a más de una estrella a prestar atención. Mucho ruido convoca a expresiones silentes y alborotadoras a desembocar de la única forma en que es posible con la muerte: en luz. En senderos de voces, música, eco, conmoción, también nos topamos con versos invasores en latín y, de forma insospechada, el lector digiere la rudeza de la lengua muerta, aquí mismo resucitada y, con ojos colmados de lágrimas, concluimos que la poesía en México tiene aún portadores atrevidos, irreverentes en las formas. El lector tiene en sus manos una experiencia poética que reúne, sin precedente moderno, las tres condiciones que Pound exigiera: una melopea implacable, una fanopea consagrada y una logopea por demás inigualable.
Martín Jiménez Serrano