El poeta es tentado. Eros alabado y cómplice, vuelto en pos de un deseo agitado. Las cenizas juegan con el ímpetu de cada sentimiento arrojado y los mesiánicos pensamientos se resquebrajan en mito y ecos y deseos y comunión.
Janitzio Villamar le vierte especial fortuna al rumbo de la poesía mexicana, llenándola de matices clásicos, necesarios por contundentes y que le son comunes a él, no solo en poesía y en esta Tetralogía Ana, especialmente, sino en muchas de sus obras, en general siempre marcadas por el gusto fino de las mitologías, mismas que le adhieren una vertiginosa forma de exhalar imágenes retadoras, completas, llenas de fuego que deviene cenizas en lo que alude y exclama. Fuego y calma, aturdidos elementos fusionándose con irremediable necesidad, estallando en figuras de color púrpura y carne, con aroma a deseo y conmoción. La poesía se cimbra desde lo profundo para maravillarse ante la expresión inaudita de un poeta lleno de calor e inagotables recursos.
El poeta reconoce los presagios, los inconmensurables riesgos de una simbiosis abnegada, añorada: “Contigo la tragedia./ Contigo de la letra el arte del cansancio./ Contigo de la luz la sombra./ Contigo del aire la pesadumbre.” Los digiere y externa con la simpleza profunda del artesano al trabajar el barro, maestro de su herramienta, el lenguaje cede tornándose infinita plegaria.
En su papel de tercera entrega, Salvaje tentación se proclama simbolismo maduro de versos alados; con fraguadas palabras conduce al afortunado lector por pasajes llenos de color e inmaculada longevidad y, conforme avanza, el ciclo fructifica y sazona de forma sutil las partes anteriores mientras, a paso lento, nos prepara para un cierre que se antoja por demás inquietante, dejando un sabor de boca repleto de apetencia.
Martín Jiménez Serrano