Así como el periodista busca historias tras las noticias de la vida, así, pero al revés, el literato nos da noticias de la historia de la vida.
En el arte de escribir las noticias que acuña el artista suelen fijársenos más que los boletines de prensa y las exhumaciones de historiador, porque aquéllas apelan al inconsciente colectivo; porque nacen del inconsciente juego del creador para llegar a posarse en todos los otros inconscientes de todas las otras individualidades entre todos sus lectores.
Y al leer nos trocamos en los protagonistas.
En estas crónicas Miguel Ángel Avilés se nos da como un niño. No por lo que relata sino por su mirada. Su espontánea fluidez de niño le sirve para surcar su pasado, para permitirnos reencontrar nuestra propia niñez.
Y su gozo es la fruición del niño que vive aún sin entender que vive. Esa fruición infantil de pasar por todo lo bueno y lo malo, lo feliz y lo infeliz y no importarle más que diez minutos: la fruición del olvido para seguir jugando pese a todo. Fruición que al crecer vamos perdiendo.
En Ingratos ojos míos hay una deliciosa secuencia de olores y de colores aflorando página tras página, que nos atrapa. Tal es la avidez de escribir/leer que Avilés provoca.
Más que el desenfado hay que disfrutar la simple y encantadora, diáfana nueva vida que palpita en estas horas y en estos rincones. Son circunstancias que pertenecen a la niñez pero que, por alguna razón, terminan por aflorar y presentársenos de frente.
Ingratos ojos míos, no es microhistoria ni reporte. Es belleza.
* Esta contraportada corresponde a la edición de 2004. La Enciclopedia de la literatura en México no se hace responsable de los contenidos y puntos de vista vertidos en ella.