Hay libros que nos invitan a pasar a la casa primordial, al mismo tiempo sagrada y obscena: la casa del mito, del inicio y del final, la casa que ha estado siempre, incluso antes de sus primeros habitantes, la caverna.
Al mismo tiempo, la caverna es el archivo mágico de todos los ritos, de todos los sueños, de todas las narraciones, la caverna es el origen de la literatura y, al volver a ella, volvemos a su manera más resistente y a todas sus ramas. Aquí se reúnen no sólo los cuentos de Luis Jorge Boone, sino los de todos, los de la tribu.
En este libro encontramos personajes asediados por fantasmas, pero también a otros que, al alcanzar la orilla opuesta de sus vidas, terminan convertidos ellos mismos en espectros. Jóvenes que viajan por el desierto en compañía de desconocidos, un músico enamorado de la muerte, un niño que espera la llegada de una tétrica procesión, científicos eminentes que buscan traspasar los límites de la especie humana, un solitario que observa la destrucción del mundo desde el espacio.
Estas cavernas se conectan no por el hecho de compartir personajes o de suceder en la misma ciudad o en la misma época. Estos cuentos lo son cabalmente, sin excusa ni aspiración a la novela. Son cuentos, porque necesitan ser cuentos. Su ritmo, su precisión, su saber decir con urgencia exigen este género. Pero los une entre sí lo hondo de su obscuridad, que permite que se abra el pasaje al otro lado: aquí hay visiones inalcanzables para los no iniciados y, en sus simas, el tiempo vuelve con sus violencias cíclicas, trayendo también la belleza terrible que espera a los que se arriesgan.