Por no haberse comido la sopa, el enano Carmesí fue atado a un poste en medio del enorme patio como castigo a su pésimo hábito culinario. Aún no entraba el chamaco a la primaria. Su madre, vigilante ama de casa, crió al único hijo con un estricto sentido de los deberes domésticos. El padre, también enano como su vástago, era el acreditado supervisor de una cadena de tiendas que no cerraba nunca las veinticuatro horas del día. La mujer se enamoró de este portentoso hombre por su agudo dominio del comercio pero, principalmente, por su innata simpatía, que heredó con creciente fervor al afortunado primogénito. Era una tarde esbozada de nubes grises cuando la madre cocinó, con denodado empeño, una sopa de cebolla al quesillo espolvoreado. El padre había vaticinado una tormenta de largos vuelos. El olor que desprendía el platillo de la cocina era, según la atildada madre, exquisitamente expansivo, opinión que compartía sin un ápice de refutación el padre, pero no así el niño que detestaba, a su pesar, la cebolla, mas no podía externarlo por temor a la ira materna. Mientras sus padres se solazaban con el olor de la comida, el hijo se apretaba las narices para evitar el vuelco de su estómago. Por primera vez se rebelaría.