Habitada por un aire de nostalgia y una ironía sutil —la nostalgia y la ironía del exiliado— la prosa de Hernán Lavín Cerda fluye como un arroyo de quietud, un sosegado caudal que, no obstante, sorprende de pronto con recodos inesperados, engañosos remansos, poderosas corrientes que suscitan el azoro, la ternura, la sonrisa cómplice.
Como los Caprichos de Ramón Gómez de la Serna, el Confabulario de Arreola, o el Último round de Cortázar, La muerte del capitán Carlos García del Postigo y otras ficciones pertenece a esa extraña estirpe de los libros de prosa miscelánea en los que la imaginación, la inteligencia y el humor se conjugan en una fórmula alquímica aparentemente inocua, pero en el fondo altamente explosiva.
Al igual que aquellos, sus venerables antecesores, La muerte del capitán... es un minucioso catálogo de obsesiones y simpatías, recuerdos entrañables, filias y fobias que van del conde Drácula al elogio de unos pies amados; de las momias de Guanajuato a la ceremonia de cortarse el pelo, pasando por las disertaciones estéticas sobre las difundidas artes de bostezar, roncar o sacar la lengua.