Poner en crisis permanente la realidad de lo objetivo e intentar demostrar su inexistencia mediante máquinas rudimentarias y grotescas que fatalmente, viven en ese mismo terreno dudoso y elusivo, es empresa no sólo de ilusos sino de inútiles y desocupados.
Ningún hombre en sus cabales ayudaría a construir torres sin propósito, teatros letales o televisores cuyo único espectáculo es un dios torpe y comercializado. Nadie aprobaría las andanzas de un cardenal que pretende grabar los diálogos de los muertos. A lo sumo podrían interesarle las divagaciones bíblicas y la búsqueda de las pasiones de las entidades geométricas que intenta un Newton anciano y emocionalmente reblandecido, o quizá podrá conmoverle la ingenuidad puritana de hombre sencillo que anhela un contacto indudable con Dios.
Pero estas empresas tienen el tinte patético vivido de lo humano. Ridiículas, son manifestaciones de la incertidumbre y la insatisfacción en que pasa sus días el hombre que nada comprende hasta sus cimientos y que cuenta, sin saber el número, los días que lo separan de su extinción.
Del primer libro de Ernesto de la Peña (Las estratagemas de Dios, 1988) escribió la doctora Paulette Patout (Premio internacional Alfonso Reyes, 1983), profesora de la universidad de Tolosa, Francia: "Vacilamos, en efecto, delante de varias interpretaciones posibles de hábiles metáforas, difíciles parábolas, indescifrables reticencias. El cuentista se divierte al manejarlas con virtuosismo. A cada paso, el lector se encuentra solicitado para escoger entre múltiples posibilidades, convidando a participar así, a su manera, en la creación de la obra... Felizmente, nos ayudan dos elementos: lirismo, humorismo. La gran erudición es fuente de poesía: ya era idea de Borges y de Alfonso Reyes".".